viernes, 6 de diciembre de 2013

El Tetramorfos

Entre las diversas manifestaciones artísticas del medievo europeo (ya sea en portadas, frescos o códices miniados), es frecuente encontrar como tema recurrente la imagen del Tetramorfos, la cual va a ser el motivo de análisis de esta nueva entrada dedicada al apasionante campo de la simbología e interpretación artística.

El Tetramorfos (del griego tetra (cuatro), morfo (forma)), es una representación iconográfica que consta de cuatro elementos diferenciados. Debido a que nuestras raíces culturales derivan en gran medida del cristianismo, la representación tetramórfica que más se recoge en los edificios y objetos decorativos del viejo continente es aquella formada por los Cuatro Apóstoles, de forma similar a la que se muestra en la figura inferior:


 Representación del Tetramorfos, con el Agnus Dei (Cordero de Dios) en el centro.
Talla medieval en marfil.

- El Ángel se asocia con Mateo, debido a que su evangelio comienza haciendo un repaso al linaje ancestral de Cristo. Además simboliza el amor.

- El León se identifica con Marcos, cuyo evangelio comienza hablando de la “voz que clama en el desierto”, refiriéndose a Juan el Bautista, cuyo “rugido” en las arenas del desierto se asocia al león. Simboliza el poder.

- El Toro se asocia a Lucas, pues su evangelio se inicia narrando el sacrificio realizado por Zacarías, padre de Juan el Bautista. Simboliza la fuerza.

- Por último, el Águila hace referencia a la figura de Juan, ya que su evangelio, al ser el más abstracto y metafórico, de alguna manera se “eleva” sobre los demás, lo que invita a relacionarlo con el vuelo y visión perspectiva del águila. Simboliza la inteligencia.

Sin embargo, nuestro objetivo no es tan sólo el meramente descriptivo. Lo que nos proponemos en esta entrega es realizar una pequeña labor de investigación, en la que trataremos de encontrar los orígenes que fundamentan el tetramorfos cristiano a través de un viaje hacia atrás en la Historia y el tiempo.

Los símbolos no nacen por generación espontánea. Normalmente, la forma final de un símbolo ha sufrido un lento proceso de génesis y transformación en el que, en la mayoría de los casos, toma elementos no sólo de la cultura a la cual pertenece, sino también de otras con las que directa o indirectamente ha mantenido algún grado de relación. Algunos símbolos que en principio pudieran parecer estandartes de una cultura determinada resultan ser, tras un estudio más detenido, una reinterpretación de uno ya existente en otra cultura con la cual, de uno u otro modo, mantuvo algún nivel de interacción en algún momento de su historia.

Necesariamente nuestro viaje ha de comenzar acudiendo a la fuente canónica por antonomasia de la imaginería católica: la Biblia. En el Apocalipsis (s.I-II d.C) ya se hace mención al tetramorfos, concretamente en el capítulo cuarto, donde se describe una visión del Pantocrátor rodeado por los símbolos de los apóstoles en la forma citada anteriormente. No obstante, no se trata ésta de una imagen genuina en absoluto: por el contrario, se toma prestada de un libro bíblico muy anterior, en concreto del quinto de los libros proféticos: el Libro de Ezequiel. El Apocalipsis es una obra de carácter escatológico, y como tal está escrito mediante el uso de un lenguaje eminentemente simbólico y metafórico, casi críptico, cuajado de continuas referencias eruditas a pasajes procedentes de libros canónicos, habiendo siendo particularmente influido por imágenes previamente presentadas por el profeta Ezequiel.

Retrocedamos pues ocho siglos en la historia del pueblo hebreo hasta el s.VI a. C; es en el capítulo primero del Libro de Ezequiel (el referente a la visión del carro de fuego), cuando por primera vez se referencia la versión del tetramorfos mas extendida en la iconografía cristiana:

Ezequiel, c1, v4: “Yo miré. Vi un viento huracanado que venía del norte, una gran nube con fuego fulgurante y resplandores en torno, y en el medio como el fulgor del electro, en medio del fuego. Había en el centro como una forma de cuatro seres cuyo aspecto era el siguiente: tenían forma humana. Tenían cada uno cuatro caras, y cuatro alas cada uno [...] En cuanto a la forma de sus caras, era una cara de hombre, y los cuatro tenían cara de león a la derecha, los cuatro tenían cara de toro a la izquierda, y los cuatro tenían cara de águila. Sus alas estaban desplegadas hacia lo alto…”



 El Profeta Ezequiel. Miguel Ángel, Capilla Sixtina (Roma).

Pero, ¿por qué elige Ezequiel esa metáfora en particular? En este caso, según cuenta el propio profeta en la introducción a su obra, el símbolo nace de una visión, una manifestación inconsciente fruto de un conocimiento adquirido de manera involuntaria  ¿Qué inspiraba pues la imaginación del profeta? Lo primero que debemos resolver es el contexto histórico y el marco temporal en el que se encontraba. La época en la que fueron escritas estas palabras fue crítica para el pueblo de Israel. En el año 598 a.C sube al trono de Judá el rey Joaquín (también conocido como Jeconías). Tan sólo un año después, en el 597, Nabucodonosor II el Grande, rey de Babilonia, invade el reino de Israel y toma previo asedio su capital, Jerusalén, destruyendo el mítico Templo de Salomón, haciendo prisioneros al propio Joaquín y a miles de ciudadanos y prebostes de la corte, a los cuales deporta a Babilonia en un exilio sin precedentes que se extendería durante décadas. Uno de esos prisioneros fue precisamente Ezequiel (del hebreo: Yejez·qé', que significa “Dios Fortalece”), joven perteneciente a un destacado linaje sacerdotal, que con el tiempo llegaría a ser un eminente teólogo y una de las figuras icónicas de la historia del pueblo hebreo. Según cuenta él mismo, “en el año quinto de la deportación del rey Joaquín, en el año treinta, del día cinco del cuarto mes” (contaba pues con treinta años de edad), y “estando entre los deportados a orillas del río Kobar” (afluente cercano al Éufrates, río que atravesaba Babilonia de Norte a Sur), es llamado por Yahveh al cargo de profeta entre los exiliados en Babilionia, posición prominente que ocuparía durante muchos años.


“Jeremías lamenta la destrucción de Jerusalén.” Rembrandt, óleo sobre tabla, 1630 (Rijksmuseum, Ámsterdam.) Jeremías, profeta coetáneo a Ezequiel, sufrió también la toma de Jerusalén, la cual había anticipado años atrás. La caída de la ciudad fue interpretada como un castigo divino por la corrupción y degradación en la que se hallaba inmersa la clase dirigente hebrea.

Tenemos pues al profeta ubicado ya en un marco espacial, temporal y cultural desde el cual interpretar su obra. Para ello, es preciso en este punto abandonar las fuentes bíblicas para asomarnos a las culturas de los pueblos que de una u otra forma influían la cultura hebrea del momento.

Algunos estudiosos afirman con contundencia que las visiones de Ezequiel estarían inspiradas en el zodiaco babilónico. El zodiaco se refiere a una banda imaginaria trazada sobre la esfera celeste, que se extiende de ocho a nueve grados a ambos lados de la eclíptica (línea aparentemente recorrida por el sol a lo largo de un año con respecto al fondo inmóvil de las estrellas), por la que transcurre el movimiento del sol y los planetas. Los babilonios, grandes astrónomos y matemáticos - el ziggurat de Babilonia (la mítica Torre de Babel) era por aquel tiempo el mayor centro astronómico del mundo - fueron los primeros que dividieron esta banda en doce partes iguales, siendo cada una de ellas un segmento del cielo de una extensión de treinta grados de arco (30ºx12=360º), bautizadas bajo el nombre de las doce constelaciones más destacadas que veían en cada uno de dichos segmentos, a las cuales asignaron nombres de animales. Esta región zodiacal subdividida en doce partes iguales se venía utilizando como calendario ya desde el s.XX a.C. Los griegos copiaron el sistema, y de ahí el nombre de zodiaco (del griego zoos, animal), que ha permanecido prácticamente inalterado hasta nuestros días. Puesto que Ezequiel se encontraba cautivo en Babilonia en el periodo en el que escribió su libro profético, es lícito pensar que pudiera inspirarse en el zodiaco para elaborar su tetramorfos; el hombre alado sería Acuario, el León se identificaría con Leo, el toro correspondería a Tauro y el águila se asignaría la figura de Escorpio.

A pesar de la solidez de esta teoría, desde mi punto de vista debe considerarse, cuanto menos, incompleta. La hibridación simbólica no es un rasgo genuino del arte babilónico durante la época de Nabucodonosor II; véanse por ejemplo los relieves de la puerta de Ishtar (la gran puerta monumental de Babilonia, construida durante el reinado del rey Nabucodonosor II, que hoy en día podemos admirar en el Museo de Pérgamo en Berlín). En ellas tan sólo aparecen representaciones animales puras (leones, toros…), pero nunca seres mezcla de partes animales y humanas. Las figuras androcéfalas mesopotámicas (los famosos toros antropomorfos o Lamassu, como el que se muestra en la imagen inferior) son más propias del arte asirio, casi dos siglos anterior al tiempo de Nabucodonosor II, aunque situado en la misma región espacial. Es lógico pensar que los babilonios de la dinastía caldea (de la cual Nabucodonosor I fue su máximo representante), podrían haber heredado de los asirios la costumbre de colocar a la entrada de la puerta de sus palacios figuras antropomorfas a modo de deidad protectora y benéfica.


Lamassu asirio. Bajorelieve procedente del palacio de Sargón II en Dur Sharrukin (actual Khorsabad, Irak). Museo del Louvre (París).

La argumentación podría tecnificarse aún más, sin aportar en modo alguno mucha más luz sobre esta hipótesis. Es robusta en todos los aspectos, pero en Antiquus preferimos no detenernos aquí. Daremos un paso más allá, y por ello optaremos por exponer otra teoría establecida a principios del siglo XX por el eminente psiquiatra y estudioso del símbolo Carl Gustav Jung, la cual, aun siendo menos extendida, es a mi parecer mucho más natural.

La influencia del imperio babilonio sobre los judíos de la época es indiscutible, pero quizás su evidencia nos impide percibir la influencia del otro de los grandes imperios de su tiempo. Si la superpotencia con la que lidiaba el reino de Israel por su frontera asiática era Babilonia, el Imperio Egipcio lo era al otro lado de la península del Sinaí. Es bien sabido que, desde sus inicios, Israel mantuvo con Egipto estrechas relaciones, las cuales sufrieron varias etapas de paz-enfrentamiento repetidas en el tiempo. Inherente a ese proceso de intercambio económico y geopolítico, subyace siempre una componente muy importante de permeabilidad cultural que, sin pretenderlo, configura buena parte del sustrato de toda relación diplomática; desde las relaciones establecidas entre las cortes al más alto nivel, hasta la “micropolítica” practicada en el marco de los intercambios cotidianos entre individuos de ambos lados de la frontera, el continuo proceso de ósmosis de símbolos y cosmogonías entre interlocutores de diferentes culturas ha sido un factor crucial en la formación de los pueblos y en la construcción de su historia.

Evidentemente, la originalidad y riqueza de la cultura egipcia no se circunscribió únicamente a las fronteras naturales del reino de los faraones; lejos de eso, su tremenda personalidad influyó en todo el mundo conocido, y el pequeño reino de Judá no fue una excepción: la propia arquitectura del templo de Salomón recordaba de manera clara las estructuras y la geoemetría de los primeros templos egipcios. Es por tanto en Egipto donde Jung busca el origen del Tetramorfos cristiano.

Una de las deidades más carismáticas del panteón egipcio fue sin duda el dios Horus, hijo de Osiris, vinculado a la realeza y al culto solar ya desde los tiempos predinásticos (5000 a.C.).


 Horus, representado como un hombre con cabeza de halcón.

En futuras entradas hablaremos largo y tendido sobre la influencia crucial que la mitología de Horus tuvo en la redacción de los evangelios canónicos, así como de las similitudes entre su vida y la del propio Jesús de Nazaret. Lo que nos interesa ahora es sobre todo su descendencia, o mejor dicho, el corpus iconográfico asociado a su representación.

Uno de los aspectos más importantes de la ceremonia de momificación de los muertos en Egipto era el momento en el que el embalsamador extraía las vísceras principales del cuerpo del difunto. Después de ser deshidratadas y tratadas con ciertos productos químicos, las cuatro vísceras más importantes del organismo (el hígado, los intestinos, el estómago y los pulmones) se envolvían en vendas de lino y se depositaban en cuatro recipientes denominados vasos canopos, en cuyo interior quedaban sumergidos en un líquido llamado “líquido de Horus”. En la tapa de estas pequeñas vasijas se representaban las formas de los cuatro hijos de Horus (Amset, Hapy, Kebehsenuf y Duamutef), cuya función era proteger su contenido de la destrucción. El hígado se depositaba en un canopo sellado con una tapadera con forma de cabeza humana, que representaba a Amset; por su parte, los pulmones se introducían en la vasija protegida bajo el símbolo de Hapy, representado por la cabeza de un babuino; la custodiada por Kebehsenuf albergaba los intestinos, y tenía forma de cabeza del halcón; por último, el dios Dumutef, representado por la cabeza de un chacal, custodiaba el estómago del difunto.


Vasos canopos: los cuatro hijos de Horus.

El marco temporal encaja a la perfección, pues las representaciones canopas preceden en el tiempo a las visiones de Ezequiel por espacio de milenios. Por otro lado, la ceremonia de momificación era uno de los rasgos más genuinos de la religión egipcia, y era bien conocida por el resto de las culturas con las que mantenía relación, con lo que un hombre erudito como Ezequiel sin duda sería conocedor de sus características. Además, la comparación entre la primera imagen mostrada en el artículo y la imagen superior en la que se incluye la fotografía de los cuatro vasos canopos revela una similitud cualitativa que habla por sí misma.

Así pues, concluimos que la visión de Ezequiel estuvo posiblemente influida de manera consciente o inconsciente por las representaciones figurativas de los vasos canopos y que, por tanto, para encontrar el germen del tetramorfos cristiano - cuya versión estándar aparece en el Apocalipsis de San Juan - hay que remontarse a la milenaria mitología egipcia, concretamente a las imágenes simbólicas de los cuatro hijos de Horus utilizadas en las ceremonias mortuorias del legendario reino del Nilo.

Nacho del Val


Bibliografía:

- CARCENAC PUJOL, CLAUDE-BRIGITTE. Jesús, 3000 años antes de Cristo. Barcelona: Editorial Plaza y Janés, 1991

- G. WAGNER, CARLOS. Historia del Cercano Oriente. Salamanca: Ediciones Universidad de Salamanca, 1999.

- JUNG, CARL G. El hombre y sus símbolos. Barcelona: Editorial Carlat. Biblioteca Universal, 2002.

- LÓPEZ MELERO, RAQUEL. Breve Historia del Mundo Antiguo. Madrid: Editorial Universitaria Ramón Areces, 2012.





3 comentarios:

  1. Muy interesante esta entrada sobre el Tetramorfos y las iconografías de las que bebe, Nacho. Esta es otra prueba más, de las muchas que hay, que confirma que las creencias, los símbolos y figuras religiosas, en la inmensa mayoría de los casos, no surgen de la nada, sino que son fruto de un largo proceso evolutivo, desde etapas muy antiguas en que comienza a darse forma a ciertos elementos que posteriormente, siglos o milenios mediante, serán rasgos distintivos de un culto o creencia futura. Ya sea a través de sincretismo o con un mantenimiento contínuo de tal o cual culto o representación, las religiones van sobreviviendo a lo largo del tiempo.

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  2. Genial entrada sobre la procedencia del Tetramorfos. Es curioso ver como representaciones tan significativas de determinadas civilizaciones terminan confluyendo, adaptándose al tiempo y a las culturas posteriores.
    Gracias por el artículo.


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