sábado, 26 de julio de 2014

La vida monacal en la Edad Media (Parte III).

Cripta visigoda, Palencia

Finalmente hemos dividido el último apartado de este monográfico en dos capítulos para una más fácil lectura. Por una parte el capítulo tercero, centrado en el periodo que va desde el siglo V hasta la llegada y asentamiento de los musulmanes en la Península Ibérica, y el cuarto, que aborda desde los inicios del reino astur-leonés hasta el siglo XIII y comienzos del XIV, incluyendo al final la bibliografía. ¡Que los disfrutéis!



La vida monacal en la Península durante la Edad Media. De los visigodos a la llegada del Islam.


Desde los tiempos más tempranos del cristianismo hubo antecedentes de ese monacato reglado, que tuvieron lugar en la Hispania romana. Tales manifestaciones tempranas del monaquismo no se interrumpieron trágicamente (según se ha venido suponiendo) durante las “invasiones bárbaras” de la Península, pero debió producirse una detención del proceso y, seguramente, hubo casos de persecución, por lo que algunos eremitas y cenobitas optarían por la seguridad de lugares poco accesibles.

A partir del siglo VI, está documentada la existencia de algunos monasterios próximos a ciudades como Tarragona o el monasterio Servitano, cercano a Arcávica (Cuenca), y otros plenamente rurales como el de San Martín de Asán, en Arrasate (Aragón). Pero, aparte de estos ejemplos cenobíticos, se conocen casos de anacoretismo, que en ocasiones llevaron al surgimiento de nuevas comunidades. Tal fue el caso de san Millán o Emiliano (¿?- 574), pastor natural de Berceo (La Rioja) que decidió marchar junto al ermitaño Félix para abrazar la vida solitaria a la montaña de Bilibio, cerca de Haro, y luego a los montes Distercios. Más tarde se le ordenó sacerdote por deseo del obispo de Tarazona, pero ante ciertas envidias retornó a sus soledades, en esta ocasión al valle de Suso, en la Sierra de la Demanda, y allí constituyó una comunidad de monjes y otra de monjas, de las cuales algunas adoptaron un género muy acentuado de vida anacorética, tal como el “emparedamiento”, es decir, el vivir en una celda cerrada al exterior por una tapia. Éste fue el origen del monasterio de San Millán de la Cogolla, que siglos después se trasladaría más abajo, a Yuso, en el mismo valle. A la Gallaecia sueva (reino asentado en Galicia, el norte de Portugal y el oeste de las actuales provincias de Asturias, León y Zamora) llegó a mediados del siglo VI san Martín de Dumio o de Braga (¿?-579), personaje procedente de la Panonia (Hungría), quien erigió un monasterio precisamente en Dumio, cerca de la ciudad de Braga, que hacia 556 fue constituido en obispado, siendo san Martín su primer prelado (años después sería también arzobispo de Braga). Él y sus monjes trabajaron por la auténtica conversión de los suevos al catolicismo y lucharon contra las supersticiones de raíz prerromana y romana enraizadas en la zona, tanto con la predicación y los escritos, como por medio de la reunión de concilios. En cuanto a su modelo de monacato, parece bastante claro que llevó al noroeste peninsular la tradición monástica oriental de los Padres del Desierto, que había conocido en su peregrinación a Tierra Santa y a otras regiones de Oriente; así escribió, por ejemplo, las Sentencias de los Padres de Egipto.

Monasterio de Suso, San Millán de la Cogolla (La Rioja), iniciado en el siglo VI.


Interior del monasterio

Ahora bien, el verdadero esplendor del monacato en la España visigoda se sitúa a finales del siglo VI y en el VII, cuando no sólo se registró una importante floración de cenobios, sino que también se escribieron reglas monásticas de gran interés, como las de los hermanos, arzobispos sevillanos y santos, Leandro e Isidoro o la de san Fructuoso, que reguló con gran rigor a los monjes del Bierzo leonés. 

Otro aspecto que refleja el esplendor del monacato en el siglo VII es la proliferación de monasterios a lo largo y ancho de la Península. Había cinco a las afueras de Toledo (en el de Agali, fue monje san Ildefonso, después arzobispo toledano) y otros dos también muy próximos; en Zaragoza funcionaban al menos dos, a uno de los cuales perteneció el más tarde obispo Tajón; en Mérida hubo como mínimo tres, aparte del de Alcuéscar, en la Sierra de Montánchez; en Sevilla se abrieron por lo menos tres, en Córdoba dos, en Tarragona uno, en Barcelona otro. Y en Cataluña destaca de un modo especial el de Biclaro (erigido cerca de la desembocadura del Ebro, famoso por el historiador Juan Biclarense). No puede olvidarse la llamada “Tebaida Leonesa”, es decir, El Bierzo, comarca donde dio sus primeros pasos el monacato fructuosiano, en cenobios como Compludo, Rupiana y Visonia, que se irradiaría hacia Galicia y la Bética. En El Bierzo, y como discípulo de san Fructuoso, resaltaría san Valerio. En fin, cabe señalar que en Britonia, la actual Mondoñedo, existió una colonia bretona y al menos un monasterio vinculado a ella.

El corte brutal en el desarrollo del monacato que no produjeron las invasiones bárbaras lo causó, en cambio, la irrupción musulmana en 711. Algunos monjes optaron por huir a zonas retiradas, preferentemente a la montaña, para poder dedicarse allí, en plena libertad, a la vida monástica en su modalidad eremítica. Ejemplos de esto son san Frutos, actual patrón de la diócesis de Segovia, que con sus hermanos se retiró a las Hoces del río Duratón, cerca de Sepúlveda, o San Voto, que formó en torno a él una pequeña comunidad, de la que más tarde surgiría el monasterio de San Juan de la Peña, en Aragón. Pero lo que más llama la atención es la salida de algunos fuera de la Península, como san Pirminio, que se instaló en la región del Rin, donde fundó varios cenobios y se dedicó a labores de evangelización, luchando contra las supersticiones paganas; estos monjes emigrantes llevaron a otras zonas de Europa la tradición cultural isidoriana y visigótica española en general, pues se llevaron consigo buena parte de sus libros.

Detalle de "Comentario al Apocalípsis", Beato de Liébana, siglo VIII

No obstante, la propia capital del valiato y luego emirato, Córdoba, contaba con varios cenobios masculinos y femeninos en sus alrededores. Como es sabido, los cristianos que permanecieron bajo dominio musulmán son llamados mozárabes, quienes en gran medida supusieron una continuación de la tradición hispano-visigótica. Pero a la fase de la invasión, que fue seguida por una época de una relativa tolerancia religiosa, sucedió en el siglo IX un periodo de muy dura persecución, que afectó de lleno a los monasterios y a sus monjes y monjas, varios de los cuales sufrieron el martirio. Esto precipitó la decadencia del monacato mozárabe.


Carlos Alberca

2 comentarios:

  1. Pues como siempre, una entrega muy interesante sobre el tema monástico. Ya que se mencionan aquí, recomiendo la visita a San Millán de la Cogolla y al monasterio de Santo Toribio de Liébana, cerca de Potes, Cantabria, dos lugares conservados a la perfección y situados en unos enclaves naturales impresionantes (especialmente el segundo).

    Me ha surgido una pregunta tras leer la entrega: mencionas a San Martín de Dumio y a que trajo la tradición de los Padres del Desierto... ¿exactamente éstos quiénes eran o qué estilo o modelo de cristianismo practicaban?.

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    1. En el primer capítulo del monográfico se explica el modelo de los Padres del Desierto, el de los primeros monjes orientales.

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